Foto: Festival VESU
El festival apostó por una variedad de estilos probablemente no apta para todos los públicos
Vivimos tiempos convulsos para los festivales. Más allá de debatir sobre los mastodónticos presupuestos que manejan los grandes del país, para los melómanos hay que reconocer que aquellas citas más modestas y fuera de las grandes capitales son un oasis para los oídos y para las maltrechas billeteras. Ir a escuchar música sin pensar en hacer largas colas, ni dar vueltas en norias o coches de choque. El dicho popular de ‘menos es más’ a veces se cumple.
Otro debate diferente sería si el eclecticismo es un bien o una desventaja de una cita festivalera. Recuerdo que años atrás al BBK Live de Bilbao se le ponía en entredicho pero para quienes disfrutamos con la curiosidad intacta de (casi) cualquier evento musical era un placer ver desfilar heavys un día y al siguiente veinteañeros con camisetas de flores viviendo su particular jornada de música.
Otra forma de verlo es que, quizá, la variedad de estilos sea una forma de desperezar nuestra mente y sacarnos de nuestra manida zona de confort. El problema es cuando ese pretendido variado elenco se hace más pensando en captar públicos de diferente pelaje (que no se habrán de mezclar nunca, leyes del universo aún por estudiar) para tal o cual jornada y no en quien se pasea por toda la duración de un festival esperando disfrutar en igualdad de condiciones de un concierto de pop, de garage, de trap o lo que tercie. La mentalidad predominante es la de quedarse en su círculo y por eso tal vez sea difícil encontrar espacios comunes, y no parece achacable a ciertos grupos de edad sino que más bien algo generalizado: yo he venido a escuchar lo mío.
Para quienes sí se dejaron llevar, el VESU ofreció el pasado fin de semana en su único escenario (patrocinado por Vibra Mahou, ya omnipresente en decenas de festivales) un interesante abanico de opciones musicales, algunas francamente antagónicas, desde el pop dulzón de Alizzz (el que más rechinó a priori para un festival de estas características) al soul de Curtis Harding (de 10, como era de esperar), las jovencísimas Pipiolas, la bailonga colección de temas de Carlangas (apuesta segura para cualquier cita de verano que se precie), Futuro Terror y su cada vez más necesaria conciencia antifascista o las electrónicas maneras de Klangphonics, sin olvidar la independiente Jimena Amarillo. Idas y venidas para sectores variopintos que, como ya pasó en la edición del año pasado con Cupido y Los Planetas, solo se juntan si se alinean los astros una de cada mil veces.
No se trata de calidad, que la hay a raudales, sino de saber si la amalgama de estilos es una demanda del público o una opción arriesgada por parte de un festival. Por momentos me gustaría pensar que adelante con todo y que seremos los asistentes quienes habremos de darnos cuenta del valor añadido de no acabar en un recinto que parezca una lista de reproducción amañada de acuerdo a nuestro historial de escuchas. La realidad es que pinta difícil, y quizá esta vez no podamos echarle la culpa a nadie más que a nosotros mismos por no ser un público tan estupendo como nos habíamos creído.
Rocío García
Redacción