Sidonie y El Columpio Asesino Noches del Botánico
 
Foto: Sergio Albert para Kalorama Madrid

El recién nacido festival madrileño cumplió con las expectativas a nivel artístico y logístico. Con grandes nombres en su cartel, la organización maquilló numerosos problemas previos al festival y durante el mismo, como la tormenta del sábado

En unos pocos paseos por el territorio festivalero de cualquier país, uno se da cuenta cuando un evento de cierto calibre, como es el caso del Kalorama Madrid, nace en circunstancias ciertamente delicadas. Como un ser prematuro que tiene dificultades para sobrevivir, a nadie se le escapa que esta ha sido la primera, y puede que última edición del festival madrileño.

Anunciado a principios de julio, con toda la oferta estival sobre la mesa, Kalorama Madrid, lanzaba una interesantísima propuesta artística para el último fin de semana de septiembre, en los exteriores del Ifema, trasladando lo que claramente sería el cartel de la tercera edición del Cala Mijas, que no salió adelante por problemas con el actual consistorio de la ciudad malagueña.

Aunque vistiera bien, las prisas no son buenas consejeras, y a estas alturas de la película, la suerte veraniega ya estaba echada. Los planes del público cerrados, y, al fin y al cabo, lo que es más importante, las entradas de festivales compradas.

Tras las habituales quejas del público con la importante caída del cartel de The Smile, uno de los grandes reclamos, y con la sustitución -cogida con pinzas- de Folamour por la banda británica, se cerraba una oferta que se distribuiría en dos escenarios, sin solapes, y con un horario inicial cuanto menos intempestivo para esta época del año en Madrid. Una circunstancia que fue milagrosamente solventada por una bajada importante de las temperaturas que permitió, no sin los sofocos correspondientes, disfrutar de los primeros recitales de la tarde.

En un recinto amplio, aunque poco atractivo a la vista, y con la habitual paliza muscular propinada por el duro asfalto de un parking cualquiera, el espacio, la circulación, las barras, los servicios, y cualquier tipo de gestión festivalera se llevaba a cabo con la mayor de las tranquilidades. Para un aforo calculado, a priori, para unos 25.000 espectadores, el lugar quedaba claramente sobredimensionado, sobre todo en las primeras dos jornadas, para un público que alcanzaría grosso modo un tercio de la capacidad.

Con todos estos ingredientes, los que vamos a ver, olfatear y escuchar los conciertos nos encontramos con grandes facilidades para adquirir nuestra consumición, posicionarnos y disfrutar de cada actuación. Si bien existían claras diferencias de tamaño entre el primer y segundo escenario, lo cierto es que era muy sencillo ver ambos con claridad e incluso serpentear entre la gente para situarte en posiciones privilegiadas.

No ocurría lo mismo con el sonido, notable durante todo el festival, pero con alguna que otra nota al margen, como siempre ocurre en la ciudad de Madrid, y sobre todo en jornadas intersemanales. Como ocurrió con la bajada estremecedora de volumen en el último tercio del concierto del jueves de LCD Soundsystem.

La banda americana cumplió con su parte del trato, dejando al público boquiabierto desde el inicio del show en la jornada inaugural del jueves. Capitaneados por el genuino James Murphy, figura fundamental del nacimiento del “nuevo” indie a principios de siglo en la ciudad de Nueva York, la formación no dejó de disparar pelotazos en forma de piezas magnas, por momentos anárquicas y catárticas, pero al fin y al cabo, perfectamente engrasadas, y ejecutadas de manera encomiable por unos músicos más que dotados para crear atmósferas y armonías capaces de romperte la cabeza en cada secuencia. Y si a todo ello le sumas unos visuales que pivotan entre fogonazos psicodélicos, la electricidad o el pixelado robótico, la experiencia alcanza altos niveles de ensoñación. Lástima de ese bajón sonoro que volvió a sacar a relucir las costuras de un público patrio poco respetable con cualquier grupo, cuando el murmullo generalizado se escuchaba casi por encima de la música sobre el escenario.

Foto: Sharon López

Antes de los neoyorkinos, aun con el sol arreciando, habían hecho acto de presencia sobre el escenario principal, los buenos de Nation Of Language, una banda que suena a las mil maravillas, con un aroma new age, mucho más adecuado y disfrutable para recintos recogidos que para festivales. De igual manera, el trío de Brooklyn conectó desde el primer minuto con el público, ofreciendo otro gran concierto para subir la notal media del festival.

The Kills, con su habitual, aunque algo agotada propuesta, hizo agitar las cabezas a base de guitarrazos -único instrumento a mano del bolo- y la característica voz de una Alison Mosshart, que se quejó ostensiblemente de la tormenta solar que caía sobre sus cabezas durante la actuación.

Otra de las actuaciones más esperadas del día, y seguramente del festival, fue el doblete de Death Cab For Cutie y The Postal Service, que no decepcionó en ninguna de sus dos caras. La primera de ella, ejecutando de inicio a fin el mítico Transatlanticism (2003), sonó genuino, actual pero clásico, con un Ben Gibbard inmenso a la voz y una formación que ejecutaba sin despeinarse pasajes de rock oscuro -post-rock por momentos-, pop luminoso o esa fantástica balada cercana a la nueva americana que es ‘A lack of colour’ para cerrar la primera parte del concierto. Descanso de quince minutos para acometer la transformación de la banda, con la incorporación fundamental de Jenny Lewis y Jimmy Tamborello y el fogonazo a blanco en la vestimenta y colorido de un escenario del que emanaba el inicio inconmensurable de una pieza maestra como es Give Up (2003), que se fue dirigiendo a un profundo pero breve valle, para acabar remontando rio arriba con una parte final sublime, rematada con una fiel y magistral versión de ‘Enjoy the silence’ de Depeche Mode, finiquitando así una conquista más que justificada con dos interpretaciones soberbias.

La segunda jornada estuvo protagonizada por la climatología. Si algo le faltaba al festival para darle la puntilla, eso era una monumental tormenta de verano que estuvo amenazando toda la tarde hasta acabar rompiendo cerca de las 22:00 horas, mientras finalizaba el show de Yves Tumor.

Un Yves Tumor que acabó tocando en el horario de una Fever Ray que tuvo que cancelar su presencia en el festival por problemas de salud, un dardo más en el cuerpo de un Kalorama que se seguía tambaleando, pero que acabó sosteniéndose sin caer definitivamente al suelo. La fabulosa ambigüedad del norteamericano, tanto artística, donde se fusionan sonidos de rock industrial con electrónica, como escénica, con una ambientación e iluminación ad hoc al propio misterio que genera -es difícil ver cualquiera de sus facciones o de los miembros de su banda- hace de sus directos una experiencia que merece la pena disfrutar.

Antes, habíamos bailado, cantado y saltado con Yard Act y su fantástica propuesta revival pospunk, fácilmente contagiosa para toda la familia festivalera que se acercó a verlos al escenario dos. Algo similar a lo que sucedía en el principal, minutos después, con Gossip, otros clásicos del circuito, que con su luminoso synth-rock, y la hipnótica y entrañable Beth Ditto al mando, hicieron las delicias del público, que encontraba la cadencia perfecta entre escenarios y propuestas.

Tras el diluvio universal y la pertinente idea de abrir uno de los pabellones de Ifema para resguardar el público, el festival se vio en la obligación de reprogramar los horarios, viendo como Raye, otro de los nombres propios del cartel tuvo que cancelar su presencia, al igual que Soulwax, al quedar maltrecho su equipo para la sesión que cerraría la noche del viernes.

Quienes si se salvaron, al arreciar la tormenta, fueron Overmono, que con una sesión dura pero efectiva resucitaron a un público que bailaba y se apiñaba, aun empapado, para evitar el frio, en el segundo escenario. Aperitivo previo al plato fuerte del día, a cargo de The Prodigy, una de esas bandas tan míticas, que no necesita de nuevo material en sus conciertos, y que incluso ha esquivado, casi sin despeinarse, la pérdida de su mítico vocalista Keith Flint.

Foto: Sergio Albert

Habrá quien le eche de menos, obviamente, pero el martillo pilón de su sonido rave noventero sigue agitando de principio a fin las almas de sus fieles seguidores, que salvaron, junto al propio Kalorama, una segunda jornada al borde del precipicio.

Finalmente, la jornada sabatina, además de traernos, prácticamente, el doble de público, proporcionando un ambiente mucho más festivo, nos obsequió, tras varios intentos, con la espectacular actuación de Massive Attack como principal reclamo -al menos para un servidor-. La formación de Bristol ofreció un espectáculo audiovisual de tremenda altura que justificó su misticismo como grupo de culto.

Con el escenario principal como protagonista, y con un existencial video perfectamente doblado al castellano desde el inicio, la construcción musical, ejecutada de manera impoluta, sin concesiones, y con una delicadeza y paciencia difícilmente alcanzables en los tiempos que corren, se ponía en marcha.

Los videos e imágenes de alto contenido político se alternaban con datos e informaciones clarividentes sobre el imperialismo occidental, las desigualdades sociales y las brutales consecuencias humanas en lugares como Gaza y Ucrania. Miradas a guerras pasadas. Gastos armamentísticos. Número de muertes. Y un largo y doloroso etc. como reflexión.

Mientras tanto, varias vocalistas intervenían en cada tema -incluyendo la participación de Young Fathers en varias canciones-, y los miembros originales iban y venían, escoltados por una banda plagada de estímulos sonoros con los que dar rienda suelta a su habitual trip hop. Bases, sintes, guitarrazos, bajo, baterías y un viaje definitivo hacia tu propia conciencia. El gran concierto del festival, sin duda.

Foto: Sergio Albert

Tras el golpe anestésico de los británicos, saltaron al escenario dos, para despertarnos del maravilloso letargo, los esperadísimos Jungle. El colectivo londinense brilló de principio a fin, en un show planteado casi como una sesión continua de funk, soul o R&B a un nivel difícil de alcanzar en esas ligas. Sesenta minutos de baile y goce que se quedaron cortos a la vista de un público que abarrotó el segundo escenario, que por primera vez en todo el festival pareció quedarse corto para un grupo como este. Contrato vitalicio para esta gente en todos los festivales.

Cerraron la noche y el festival, la propuesta pop mainstream de Sam Smith, con éxito de público, pero difícilmente entendible en la línea editorial del festival, y la sesión a los platos de la surcoreana Peggy Gou, reforzando la importancia de la música electrónica en este festival.

De esta manera nos despedíamos de la primera edición del Kalorama Madrid, un festival que cumplió con las expectativas generadas con su cartel, pero seguramente con insuficiente rentabilidad para quedarse entre nosotros. Espero equivocarme…

 

Iñaki Molinos

Iñaki Molinos

Redacción