La banda ofreció una performance artística total acompañada de una ejecución musical notable
Era un entrañable espacio madrileño que llevaba acogiendo espectáculos más de dos décadas y que, sin tener la solera o la historia de otras salas de la ciudad, se había hecho su hueco importante en la agenda musical.
Inició su camino en los años 90 y, según la leyenda, fue la mismísima Faraona, Lola Flores, quien, en honor a un compañero de tablas y colchón, le dio el nombre con el que se hizo célebre: Sala Caracol.
Más allá de cuentos e historias, la mayoría de nosotros, melómanos y asiduos espectadores de la música en vivo, hemos tenido el placer de disfrutar de excelentes conciertos en su interior. Por eso nos dio tanta pena que una concatenación de desgracias -la pandemia, un error burocrático de un procurador y otro de las nuevas tecnologías- se la llevara por delante.
Reabierta en el otoño pasado con el nombre Sala Villanos, luce esplendorosa con su remozado interior y al entrar, antes de llegar a la barra, se palpa la promesa de una gran velada. Pronto pudimos comprobar que mantiene la calidad acústica de siempre y, al ser un espacio abierto, la visibilidad.
El pasado sábado por la noche, la sala acogió a un vibrante septeto madrileño que compone y toca música que estuvo de moda hace cinco décadas. Hasta la fecha han publicado dos álbumes: el homónimo Naked Family (noviembre 2019) y el flamante -en casi todas sus acepciones- La Vuelta, publicado cuando el pasado mes de mayo se perdía de vista.
Han tenido el honor de cerrar el excelente ciclo del Sound Isidro 2024.
Su música es un paseo al atardecer por un sendero de pop psicodélico que nos lleva a un escenario teatral para ver un musical compuesto con acordes de rock progresivo y, al avanzar la noche, nos vamos a un club a bailar a ritmo de funk.
Mucho más que un concierto
Su propuesta en vivo trasciende lo musical y se transforma en un compendio de las artes escénicas combinando música, danza y teatro en un singular ejercicio de sincretismo cultural.
Al igual que Peter Gabriel en los primeros años de Genesis, los músicos aparecieron sobre el escenario, ornamentado con enormes flores de cartón, completamente disfrazados y apoyados, además, por un trío de cuerdas y coros.
Tras (la) ‘Intro’, al sonar los acordes de ‘Tumbado en la hierba al sol’, tema compuesto tras beber el agua de la fuente de los Beatles hasta agotarla, pudimos apreciar el virtuosismo interpretativo del talentoso y numeroso elenco de músicos, que no hizo sino crecer mientras iban desgranando cada uno de los cortes de La Vuelta en su orden original.
Por su parte, ‘Bebé terrestre’ y ‘El encuentro’ podrían encajar en The Dark Side of the Moon sin deslucir y prueban que su sonido es el del abrazo de los Beatles y Pink Floyd, saludando en la distancia a los Beach Boys.
El grupo sonó perfectamente engrasado, con todos (y son muchos) perfectamente coordinados. Como un conjunto de músicos de cámara, pero enchufados. Por algo al rock progresivo lo llamaban también sinfónico y es una parte importante de su ejecución.
Los pasajes instrumentales crearon una atmósfera envolvente que nos nubló la mente y nos hechizó. Las guitarras escupían solos perfectamente medidos y rasgueos eternos, aunque nada estridentes; la sección rítmica se hacía notar, pero lo justo para que encajaran sus compañeros. Las cuerdas se movían como varitas mágicas que hicieron desaparecer el suelo de nuestros pies.
Así, el ritmo subía, bajaba, se aceleraba y frenaba, con pasajes más eléctricos que daban lugar a otros más acústicos. Hubo momentos para que Antonio, el vocalista, ejerciera de maestro de ceremonias, dirigiéndose al público con bromas. Porque también el humor formaba parte de lo que nos ofrecían.
Al otro lado del espejo
De repente, todo cambió: una bailarina hizo su entrada y, delante de nosotros, se fundió con la imagen de su propio reflejo. La fascinación de todos los presentes era total porque nos dimos cuenta de que, al entrar al recinto, en realidad habíamos cruzado al mundo paralelo al otro lado del espejo.
El conjunto le cedió entonces todo el protagonismo y solo la veíamos a ella y sus movimientos hipnóticos, iluminados por las luces intermitentes de un flash. Y eso nos recordó que, al final de todo, lo que queda en nuestra retina es una foto fija que captura un instante fugaz.
Era una representación transgresora que entraba por todos los sentidos: jugaban con los sonidos aprovechando hasta esos acoples buscados con toda la intención; captaban nuestra atención con juegos visuales y casi podíamos oler las notas que tocaban.
En la parte final del concierto sonaron algunos temas de su álbum de debut, con algún extra, y remataron la faena con el ritmo funk de ‘Cartagena’, un verso libre de su poemario, y cerraron el círculo con el reprise de ‘Tumbado (…)’, un suave outro respondido con el estruendoso aplauso del público.
Y así nos devolvieron al mundo real, en el que ocupan un espacio pequeño que esperamos vayan ampliando. Y, sobre todo, les pedimos que lo compartan siempre con todos aquellos que apreciamos una propuesta distinta, original y completa, ejecutada con maestría por artistas de enorme creatividad y destreza.
La banda se reúne dos miércoles al mes en la Sala Vesta en unas jam sessions de fama creciente y por las que seguro merece la pena acercarse.
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Yago Hernández
Redacción