Los de Nueva York ofrecieron un concierto sólido en Madrid, con un gran sonido y un repertorio variado.

Hace algunos años (aproximadamente una década) cayó entre mis manos un libro autobiográfico titulado ‘Postales negras’, cortesía de un gran amigo, tan melómano como yo. El autor, desconocido para mí en ese momento, un tal Dean Wareham, era, en realidad, cantante y guitarrista de una banda indie surgida en la Gran Manzana.

Evidentemente, la suya no era una de mis favoritas y, aunque la conocía, apenas le había prestado atención; y en esa contraportada leí por primera vez, al menos conscientemente, el nombre de su anterior grupo, Galaxy 500.

Con estos antecedentes, abrí las páginas del que es, sin duda, uno de los mejores libros de música por el que han pasado mis ojos. De una fuerte carga emocional, casi hasta el desgarro, ofrece un relato de sus altibajos personales y profesionales, con una honestidad rayana en el sincericidio. El conmovedor relato destila sensibilidad y alcanza hasta enlazarse con los sentimientos más profundos del lector.

Con todo, continué sin conectar con Luna, formación de culto, aunque con cierta repercusión comercial (la que le faltó a Galaxy 500), adorada por la crítica y con muchos de los elementos que sí me atraen en otros actores: aire melancólico y atmósferas construidas sobre capas de guitarras entrelazadas.

Por todas estas razones, hasta ahora, nunca había considerado acercarme a verlos en directo, pese a sus numerosas visitas. Preso de la pereza, de la desconfianza, de los prejuicios y de la falta de paciencia para dedicarles una escucha en condiciones, como se merecen.

Sirva esta crónica como acto de contrición de alguna forma a tenor de lo que vivimos ayer en el Lula Club de la Gran Vía madrileña. Ante un abarrotado y caluroso recinto, aparecieron de forma tan puntual como discreta; tanto, que todavía sonaba el hilo musical de ambiente cuando el cuarteto ya portaba sus instrumentos en el escenario.

Desde el arranque, observamos que la voz de Wareham no brilla y tiene dificultades en los agudos y, sorprendentemente, en los graves, más cercanos a su tono natural. Pero se compensa con un sonido espléndido, que deja espacio para que brillen el portentoso bajo de Britta Phillips y las dos guitarras, que se alternan en el rol de líder.

La expresión adusta inicial enseguida torna en sonrisas y se nota la conexión especial que sienten aquí ya que somos un país que siempre priorizan a la hora de tocar; hasta el punto de que, en su vuelta a la actividad tras su reunión, en 2014, la gira se centró en España y, posteriormente, en su país de origen (Estados Unidos.). A lo largo de la velada, harán profusas referencias a sus experiencias pasadas en estos lares… o de camino.

Alternan momentos vigorosos, de rock potente con otros más experimentales, influencia directa de otros ilustres neoyorquinos como la Velvet Underground, a los que homenajean de forma velada casi en cada tema. El concierto pasa de momentos brillantes, hipnóticos, como ‘Friendly advice’, a otros más áridos, de desconexión y, atravesando esos valles, el ritmo del espectáculo se resiente.

Es la penalización de trabajar más las texturas que la melodía, a pesar de que las dichosas etiquetas (en su caso, dream pop) digan lo contrario.

Pero siempre remontan el vuelo, a veces en la misma tonada: canciones dentro de canciones, como muñecas rusas. Porque sus temas tienen diferentes pasajes, variaciones y, casi siempre, terminan en lo alto, como sucede con ‘Cindy tastes of barbecue’. Sus canciones llegan por lo bien que están tocadas, por lo bien que las trabajan y por su brillante interpretación instrumental. Así sucede cuando sueltan trallazos como ‘Slash your tire’ en los que las progresiones de acordes y los solos marcan de la casa refulgen con intensidad.

Estamos, según ellos, en el comienzo del “mini tour” porque consideran este paso por 6 ciudades españolas como una gira en sí misma y no como una continuación de la anterior (el mes pasado actuaron en EE. UU.). Y puede ser que hayan reseteado de verdad porque, en alguna canción que otra, se muestran dubitativos antes de atacarlas e, incluso, reinician alguna ejecución tras su comienzo. Pero nada afecta a su interpretación o al sonido, que continúa a un nivel muy alto.

Realmente, voz al margen, la única pega que se puede poner es a la iluminación; acaso la peor de la que he sido testigo. Elección de colores inopinada, focos que cegaban al respetable en numerosas ocasiones y absoluta falta de sincronía con lo que se escuchaba por los altavoces, que era magnífico; y, al fin y al cabo, eso es lo importante.

Así, tras una hora y media de concierto, atacaron ’23 minutes in Brussels’ con evidente aroma de pausa y un largo cierre. Breve despedida y salida del escenario escaleras arriba (curiosidades de la sala) ovacionados por los presentes, que no tuvimos que esperar mucho antes de que bajaran.

Con los bises, en los que la Velvet y Television, sus referencias fetiche, se hicieron carne mientras versionaban ‘Femme Fatale’, con Britta emulando a Nico, y la insuperable ‘Marquee moon’, que suena como la de los originales. El año comenzó con la despedida de Tom Verlaine y casi se cierra escuchando a sus alumnos más aventajados. Fue, curiosamente, el único momento en que la hierática audiencia se agitó un poco.

Con una despedida más lenta que la anterior por su parte, y más cálida y efusiva aún por la nuestra, terminó esta experiencia con Luna, que demostraron ser una banda de muchos kilates, formada por músicos de enorme talento. Un grupo a la altura de su coherente trayectoria, que escogió hacer música para una inmensa pero leal minoría.

Yago Hernández

Yago Hernández

Redacción