La autenticidad ha catapultado géneros como el indie y ha sepultado otros como el pop.

La música, como cualquier otra manifestación artística, está ligada a la humanidad y, por antonomasia, a su naturaleza social. Si ambos elementos, tanto el artístico como el comunitario, son intrínsecos a la raza humana, es lógico pensar que los mismos estén relacionados entre sí. Así, son numerosas sus apariciones en conjunto a lo largo de la historia: muchos burgueses se sintieron ofendidos cuando el teatro San Cassiano abrió sus puertas al público en 1637, y qué decir de las críticas que recibió Strauss con el estreno de “Salomé” en 1905. Tanto permitir a los estamentos no privilegiados acudir a las representaciones teatrales, como mezclar en una ópera el tema bíblico con lo erótico y lo puramente carnal, eran exhibiciones que las clases altas no sintieron como propias, pues vieron reflejados en el órgano definitorio de su personalidad, la ópera, algo que no se correspondía con su placer y, como tal, mostraron descontento.

A día de hoy, si bien trasladado a los factores culturales del siglo XXI, este fenómeno sigue ocurriendo. Probablemente, el concepto que más unifique la música con la sociología (y, por tanto, el concepto que más debate genera) es el de autenticidad: nos vertemos por completo con las bandas que, a nuestro parecer, definen nuestra identidad y que, por consiguiente, nos convierten en seres únicos y diferentes. Si nosotros mismos nos pensamos como extraordinarios, es obvio que buscaremos nuestro reflejo musical en bandas que también lo sean y, de este modo, consideramos que una banda es más “auténtica” cuando, por ejemplo, no se vende a una gran discográfica, utiliza metáforas de mayor complejidad, o es la autora de todas las canciones que interpreta. Podríamos decir que el vocablo es aquel que ha catapultado géneros como el indie y ha sepultado otros como el pop: el mártir de esta filosofía de la autenticidad. Nuestros argumentos para degradar el género podrían resumirse en el paralelismo del músico con el producto: “no es auténtico, no compone sus canciones”, decimos, como si por el mero hecho de no ser el autor no pudiera sentirlas como propias, del mismo modo que nos ocurre a nosotros cuando nos emocionamos con las obras de nuestros compositores favoritos.

13435440_1284113131616266_2409396888532228078_n

Escena de la película «La juventud» de Paolo Sorrentino.

No obstante, esta veneración del compositor en detrimento del intérprete no es novedosa. Ya en época griega, Platón consideraba al intérprete un esclavo de sí mismo, lo que evolucionó en el medievo con el respeto a los trovadores y el vilipendio a los juglares. Boecio sigue al filósofo clásico en su tratado musical: “(…) la habilidad manual sirve como esclava, mientras que la razón ordena como un señor, y si la mano no ejecutase lo que la razón decide, habría un inútil caos. ¡Cuánto más digna es, por tanto, la ciencia de la música, entendida como conocimiento teórico, que el hacer sólo con la obra y los gestos!»

Sin darnos cuenta, adoptamos una postura realmente arcaica cuando menospreciamos al pop. Lo antagónico sería pensar que, independientemente de la autoría; o la simpleza rítmica, melódica y armónica, la interpretación es virtuosa, pues son conceptos autónomos: muchas personas opinan que Rachmaninov interpreta mejor a Chopin que el propio Chopin, a pesar de que detesten el estilo compositivo de los conciertos del ruso. Por el contrario, nos quejamos cuando Sungha Jung o Jason Yang tocan con un automatismo desprovisto de sensibilidad.

Sin embargo, las críticas hacia los Backstreet Boys no se refieren a la interpretación de los mismos (a pesar de que sean, por encima de todo, intérpretes), y, de utilizar adjetivos degradantes contra “I want it that way”, estaríamos desprestigiando a Max Martin, no a la propia banda. Del mismo modo, toda actuación de Lady Gaga parece más afín a la crítica por el simple hecho de pertenecer al género, a pesar de ser compositora de sus álbumes y, si la autenticidad viene de la mano de la originalidad, la estadounidense podría considerarse férrea a su estilo.

Quien tampoco compone lo que toca es la OCNE (Orquesta y Coro Nacionales de España), pero se gana la admiración de todo el público gracias a su virtuosa interpretación de las obras, del mismo modo que hizo The New Raemon con su versión de Nueva Vulcano, o Johnny Cash con aquella canción que usurpó a Nine Inch Nails por versionarla de una forma tan emotiva. Siguiendo esta línea, nadie menciona jamás que «I don’t want to miss a thing» no fue escrita por Aerosmith, pues, en general, autenticidad juega con un papel histórico muy importante: si el rock simbolizaba, en sus comienzos, lo único, y el pop lo comercial, tendemos a asociar a las bandas de hoy en día con los tópicos que marcaron las raíces pasadas, y no interesa cambiar los papeles. No obstante, podemos nombrar a Lady Gaga como icono LGTB, o a Miley Cyrus como grito orgulloso de muchas feministas por su videoclip de «Wreking Ball», lo que significaría, por tanto, que independientemente de la calidad musical, el pop también ha conseguido extrapolarse, ha logrado confirmar su autenticidad en una gran parte de la población.

El pop ha de contextualizarse, ha de enmarcarse en su labor social. Dilucidar el papel de los intérpretes y su valor como músicos (y no como compositores) puede ayudarnos en esta labor. Sin embargo, un músico no es un guía espiritual, sino un trabajador; y la música, una manifestación artística, pero también una profesión. Mientras que en las conversaciones acaloradas nadie habla de Velázquez como un vendido ante Felipe IV, y sí de su talento pictórico, en música utilizamos una terminología mucho más vinculada al contexto humano.

Lo que está claro es que las canciones tienen un componente social mucho más fuerte que el resto de artes, y esto, depende de cómo se use, puede ser o una gran ventaja o un gran inconveniente.