Los irlandeses incendiaron la sala Nazca de Madrid, dando un puñetazo en la mesa y confirmando todas las expectativas que habían generado
Definir la historia de Irlanda como trágica quizá sea algo exagerado (o no), pero es un país, sin duda, ligado al dolor, al sufrimiento, a la lucha contra la adversidad. Es también una historia de lucha, de supervivencia, de resistencia, de resiliencia y de superación. Eso explica por qué de esa isla tan relativamente pequeña han salido tantos nombres importantes en la literatura y en la música. La tierra de Joyce y Wilde; la tierra de Thin Lizzy y U2.
“Irlanda no ha cesado de cantarse a sí misma” escribía el añorado Javier Reverte en su libro de viajes sobre la “isla esmeralda”. Sobre su historia, real o legendaria, siempre desde la emoción y la pasión. Toda esta carga de profundidad la podemos encontrar en las que quizá sean las propuestas musicales más importantes que nos han dado los últimos años: Fontains DC y The Murder Capital, dos bandas gemelas nacidas del post-punk que han revitalizado el rock.
Los segundos, con dos discos deslumbrantes a sus espaldas (el más reciente, ‘Gigi’s recovery’, publicado el pasado año), tras su exitoso paso por el BBK bilbaíno en verano, ahora viajan por las salas del país (un lujo que recordaremos en unos años), poniendo las primeras picas de una carrera que apunta exitosa y, esperemos, larga.
La fuerte influencia de Joy Division llega tan lejos que, además de alumbrar el nombre de la banda (tomado de la canción ‘The Eternal’), su cantante recuerda tanto a Ian Curtis que parece que en cualquier momento abrazará el suelo del escenario, retorcido en convulsiones epilépticas.
Arrancaron con ‘‘Return my head’ y ‘More is less’, cubriendo sus dos trabajos, que en directo suenan mucho más contundentes. La tortuosa voz de James McGovern nace muy dentro, formada desde el peso de su herencia irlandesa, y sale desgarrada, expulsada con la irreverencia y el descaro juvenil.
En un concierto breve pero de intensidad descomunal, hicieron gala de todas las bondades mostradas en los trabajos de estudio que, sobre las tablas, resultan apabullantes: presencia escénica magnética, habilidad interpretativa y virtuosismo instrumental, a los que suman una maestría sorprendente para una banda tan joven a la hora de secuenciar los temas y llevar el ritmo del concierto.
Su recital es un esprint en la montaña que se alterna con marchas por el altiplano, siempre en las alturas. Paran lo justo para respirar, para disfrutar la esencia, para paladear los jugosos matices de unas notas tan musicales como literarias. Pero no hay tiempo para desconectar porque en seguida viene otra descarga que nos llena de energía.
Con ‘Heart in the hole’, su último sencillo y que, presumiblemente, formará parte de su próxima entrega, podemos apreciar el virtuosismo de las guitarras de Damien Tuit y Gabriel Pascal. En ‘Green & blue’, su compañero Diarmuid Brennan demuestra que no va a la zaga. Y por encima de ellos, el imponente y majestuoso bajo de Cathal Ropel, como sucede en las grandes bandas: sea más o menos protagónico, no hay una sin uno.
Así, tras 60 minutos que pasan a una velocidad de vértigo, con el público en éxtasis, se acerca el final con ‘Ethel’ y llega la apoteosis con McGovern, guiado por el espíritu de Curtis, saltando de espaldas al vacío, sostenido por la multitud.
Y se van, sin bises, ni poses. Y nosotros con ellos, dispuestos a lanzarnos también con la confianza que da saber que grupos como estos hacen que el rock, con sus nueve vidas de buen gato anglosajón, siempre vuelva.
Yago Hernández
Redacción