Imagen aérea del Low Festival de 2023.
Un negocio millonario que enriquece a unos pocos y estrangula a administraciones, artistas y público para su propio beneficio. Así es el panorama que denuncia el periodista musical Nando Cruz en su nuevo libro
Que levante la mano quien no haya acudido años atrás (o quizá aún éste) a algún macrofestival de los muchos que se celebran en nuestro país. Desde EL PERFIL DE LA TOSTADA no hemos contado pocos, algunos de los más recientes el clásico Sonorama con sus 26 años de vida o el más reciente Mijas, con solo dos ediciones y 110.000 espectadores en tres días.
El periodista Nando Cruz (autor también de ‘Pequeño circo. Historia oral del indie en España’ y ‘Una semana en el motor de un autobús. La historia del disco que casi acaba con Los Planetas’) se mete ahora de lleno en las citas multitudinarias que parecen haberse convertido en una obligación como el que peregrina a un lugar santo, pero lejos de atraer a los más melómanos parece haber mutado a un tipo de turismo masificado, donde la música no es siempre lo más importante. Algunos actualizarán su perfil de IG con las fotos de rigor en la noria o tras su paso por el puesto de purpurina pero no recordarán dentro de dos meses qué concierto les marcó más. Otros vencerán / alimentarán su FOMO mediante nuevas publicaciones en redes sociales para seguir con la espiral… hasta el evento siguiente.
Tampoco queremos ser cínicos: nosotros los primeros lo hemos pasado en grande en muchas de estas citas aunque, como en todo, con los años nos volvemos más exigentes y ya no nos conformamos con el camping ni con hacer colas ni tampoco con ver a nuestros mitos musicales a 40 filas de distancia rodeados de personajes disfrazados (lo de las pistolas de agua lo dejamos para otro fascículo). ¿Lo que antes nos parecía aceptable ahora ya no? Puede ser. También esperamos que el paso del tiempo, que tanto nos arrebata, también nos proporcione un extra de lucidez para discernir entre lo que está bien aceptar en un fenómeno colectivo (podría resumirse en dos palabras: paciencia y humildad) y lo que no (por ejemplo, no a las zonas VIP, no a los solapes innecesarios y no a tratar al público como ganado con esperas infinitas). Pero la pluma de Cruz va mucho más allá de lo que la percepción personal pueda llegar, y ahí está realmente el quid de la cuestión, aflorando problemas mucho más profundos que nos afectan como sociedad.
Cruz ha reunido datos y experiencia vividas en primera y tercera persona en ‘Macrofestivales’ (Ediciones Península, 2023) para retratar el panorama de festivales que permite cruzar la geografía española de arriba a abajo. Agradecemos al periodista musical que nos haya dedicado su tiempo para responder a algunas preguntas que nos ha suscitado su libro. Porque si hay algo que consigue su lectura es que nos hagamos preguntas, que reflexionemos y valoremos si ésta es la cultura que queremos. Y creemos que será fácil coincidir en que no, ni público ni artistas nos podemos conformar con la situación actual.
Pregunta: ¿has acudido a algún festival este año? Si es así, ¿nos puedes contar cuál y cómo fue tu experiencia?
Lo más parecido a un macrofestival que he pisado este verano fue una jornada de tarde en el Sonorama; fuera del recinto principal, en un escenario junto al río que ya había visitado algún otro año. El ambiente era muy familiar y agradable, aunque algunas actuaciones quedaron ensombrecidas por esas hordas de tipos con barba y camisas de flores que se pasan los conciertos haciendo guerras con pistolas de agua. Al parecer es una de las señas de identidad del festival.
También estuve en la primera edición del Festivalín de Piloña (Asturies) que se organiza en el antiguo teatro del pueblo que compró y está rehabilitando el músico Rodrigo Cuevas. Allí el ambiente fue radicalmente opuesto: público absolutamente metido en los conciertos y aplausos agradecidos e interminables al final de cada actuación.
Y tal vez el concierto más emocionante e inolvidable que haya visto este año ha sido en el festival Dansàneu; más bien un ciclo de conciertos ubicados en el mismo valle del Pirineu de Lleida donde hace casi 30 años se celebró el Doctor Music Festival. Núria Andorrà, percusionista de música contemporánea, ofreció una actuación en la ermita de un pueblo de apenas 30 habitantes y tanto ella como parte del público acabó llorando de emoción.
Cada verano me atraen muchísimos carteles de festivales, pero hace tiempo que escojo los conciertos en función del lugar donde se celebran. Para mí, el contexto es tan o más importante que el grupo que hay sobre el escenario. Si intuyo que el entorno va a jugar en contra de la actuación, prefiero no ir. Por eso apenas voy a grandes festivales. El contexto que generan pocas veces potencia la música; más bien crea obstáculos que dificultan al público conectar con ella.
El otro día leímos un tuit donde una asistente a un festival español había recriminado en las primeras filas a algunas personas que no paraban de hablar y le habían contestado: «No tienes cultura de festival». ¿Se nos ha ido de las manos la ‘experiencia’ de los festivales?
Vivimos en sociedad y los conciertos son espacios relacionales. Quien quiera ver un concierto en absoluto silencio, seguramente odia los conciertos y no lo sabe. El silencio en un concierto es algo que se ha de generar de forma natural; no tiene sentido imponerlo.
Recuerdo aquel tuit y lo que me sorprendió fue justamente esa expresión de “cultura de festival”. Dar por sentado que a un festival se va a hablar es toda una declaración de intenciones. Es, entre otras cosas, relegar la música a puro complemento, al sonido de fondo. Lo que pasa es que los festivales se están llenando cada vez más de gente a la que la música le interesa más bien poco y quien acaba sufriendo esa “cultura de festival” es justamente la gente que sí quiere escuchar los conciertos. No diría que los grandes festivales se nos han ido de las manos, sino que nos los han quitado de las manos. Debemos asumir que los grandes festivales ya no se hacen pensando en los aficionados a la música, sino en toda esa otra gente que acude a ellos a pasar un buen rato.
«No diría que los grandes festivales se nos han ido de las manos, sino que nos los han quitado de las manos»
¿Recuerdas el concierto donde el público estuviera más atento o respetuoso al espectáculo? ¿Crees que en este sentido ha habido un cambio social de hábitos de consumo propiciado por los festivales?
No recuerdo un concierto concreto; tal vez porque no es algo que ansíe como espectador. Sí recuerdo que hace años el cantautor francés Dominique A me confesó que no soportaba a esa gente que en medio del concierto pide silencio para que toda la sala se calle. Le incomodaban esos silencios sepulcrales. De repente se veía en un clima de solemnidad que él no quería transmitir.
Es muy posible que el festival esté fomentando un consumo menos atento o respetuoso de la música en vivo, pero más que cambio de hábitos de consumo, hablaría de cambio de tipo de público. Y si el nuevo público que se incorpora a los festivales no tiene interés especial por la música, es lógico que se ponga a hablar. Por otro lado, pienso que esta falta de atención es un signo de los tiempos. Estamos menos atentos cuando trabajamos, cuando leemos, cuando vemos una película, cuando quedamos en un bar para conversar… Y la música no es una excepción.
Cuando escuchamos discos o vemos conciertos nuestra cabeza está en mil sitios. Cada vez somos más incapaces de concentrarnos en algo. Recomiendo encarecidamente el libro ‘El valor de la atención’ de Johann Hari para comprobar hasta qué punto hemos perdido capacidad de atención.
Respecto a la pregunta anterior, ¿un concierto único es un buen reducto para melómanos o tampoco se pueden lanzar campanas al vuelo?
No es lo mismo un concierto para 5.000 personas que uno para 50. Cuanta más gente haya en un concierto, más fácil será encontrarse a alguno que ha venido solo para explicarle su vida al colega. Pero esa persona también puede aparecer en un concierto minúsculo. Ayer mismo estuve en uno con apenas 20 personas y cuatro de ellas no prestaron la más mínima atención y no pararon de hablar. Era un concierto de pago, lo cual me hace pensar que entraron invitadas. Moraleja: si como promotor quieres un público atento al concierto, reduce al máximo el número de invitaciones.
Otra teoría sobre atención en los conciertos. Hace 30 años, ibas a un concierto y al terminar no te echaban de la sala, de modo que podías quedarte hablando. A veces, el concierto empezaba tan tarde que también tenías tiempo de hablar mientras esperabas. Hoy la sala es un dispensador profesionalizado de música en vivo. El concierto empieza puntual, acaba a la hora prevista y tres minutos después, todo el mundo la calle: público y músicos. Los preliminares y el postconcierto han desaparecido: el único momento para hablar es el propio concierto. Y luego está el móvil, esperando en el bolsillo a que hagamos algo con él (filmar, consultar, postear, consultar, responder, consultar…). Es más difícil que nunca concentrarse solo en la música.
Tu libro ahonda en muchísimos fenómenos que ocurren alrededor de una de estas macrocitas como la fagocitación de la escena cultural que podría desarrollarse en una zona o la imposibilidad de hacer giras por condiciones leoninas en los contratos para tocar en uno de estos eventos. De todos los problemas que genera un macrofestival, ¿cuál dirías que es el más acuciante y por qué?
Diría que lo más acuciante es reconducir el rol que juegan la administraciones en este entramado. Por un lado, se desentienden de muchas de las injusticias que se han normalizado en los festivales (malpagar a los artistas pequeños, vulnerar los derechos laborales de los trabajadores, timar al público, generar residuos por encima de lo razonable…). Por otro, aportan millones de euros año tras año al circuito festivalero que sirven, principalmente, para hinchar las arcas de agencias internacionales y fondos inversores. Se está entregando muchísimo dinero a los festivales y se les está exigiendo muy poco a cambio. Cambiar esta dinámica permitiría reconducir y hasta eliminar varios de esos problemas.
«Se está entregando muchísimo dinero a los festivales y se les está exigiendo muy poco a cambio»
En el aspecto estrictamente musical, que un grupo componga su música pensando en que suene «bien» de cara a un festival podría ser otra pérdida importante, ¿qué opinas? Y no hablamos solo de grupos noveles que quieran triunfar y necesiten que los festivales miren para ellos. Por ejemplo, Lori Meyers es un ejemplo de que la música vira para cubrir este tipo de expectativas. Nos gustaría saber tu opinión como experto en esto.
Los músicos adaptan su música al espacio donde suelen presentarla. Y eso no es malo en sí; es un mecanismo de subsistencia. En la era del pub-rock, los grupos sonaban ruidosos para sobreponerse al jaleo de la gente en los pubs. En la época del rock de estadio, los grupos producían canciones de corte épico para llenar de música el recinto. En la era de la radiofórmula los grupos tenían que sonar radiables. En la era de Tiktok las canciones tienen que ser breves y al grano. El sonido festivalero es otra mutación más que satisfará a una parte de público y se le indigestará a otra. Lo significativo, para mí, es que esta evolución deje fuera de juego a cantidad de grupos que no quieren o no pueden sonar de este modo. Y si te quedas fuera del circuito festivalero en España es como si no existieras.
A nivel de industria, es cuanto menos preocupante que unos pocos (concretamente, cuatro agencias) se repartan el «pastel» de estos festivales y propicien una lucha encarnizada por los cachés, la exclusividad y, para más inri, algo que destacas en tu libro y es la tendencia a repetir a aquellos nombres que conocen, faltándoles estar más pendientes de la escena emergente. ¿Es posible una industria musical sana -de conciertos y festivales- en un contexto capitalista?
Hay mucho mito con el grupo emergente. Parece una suerte de animal frágil que debemos cuidar como si fuera un tesoro precioso, independientemente de la música que haga y los años que lleve emergiendo. Cientos y cientos de grupos emergentes son simples recambios al sonido imperante que no proponen ningún cambio y solo esperan la oportunidad de ocupar el hueco del grupo jubilable. Tiendo a pensar que nada puede calificarse como sano en un contexto capitalista. Y mucho menos, en la industria musical. Eso no significa que no tengamos que trabajar para construir y consolidar entramados musicales más fértiles, justos y diversos.
El tema de las subvenciones: ¿cómo podemos frenar estas inversiones abusivas para montar festivales sin ton ni son y que dejan sin recursos para otras actividades culturales? ¿Como ciudadanos estamos impedidos de ejercer control alguno sobre esto? Porque pese a ser iniciativa privada, muchos de ellos son amparados por nuestros impuestos.
Las políticas culturales en España están enfocadas a financiar grandes eventos y desatienden, en consecuencia, los circuitos de proximidad. Así es desde tiempo inmemorial en este país obsesionado con los grandes saraos. Teniendo en cuenta que los partidos hegemónicos (PP y PSOE) están totalmente a favor de financiar macroeventos y que la inmensa mayoría del arco parlamentario utiliza la música como un instrumento para ganar votos y devolver favores, no parece que votar cada cuatro años sea un método útil para cambiar esta situación.
Me temo que cualquier mejora en este sentido pasa por presionar a las instituciones, tanto por parte de la gente que acude a conciertos como de la sociedad en general. Y algo se está moviendo. Aumentan las denuncias a festivales que maltratan al público y las plataformas de vecinos con intención de fiscalizas los tejemanejes que se firman a puerta cerrada. El propio sector cultural debería presionar también para que el reparto de recursos públicos riegue hasta la última asociación cultural con vocación de servicio público. Pero las grandes empresas que dominan el gremio de la música en vivo son las primeras interesadas en que nada cambie.
Afortunadamente, aparte de estas grandes citas tenemos ejemplos de festivales sostenibles que se están llevando a cabo en nuestro país. ¿Pueden ser estas citas un nuevo reducto para los melómanos y quienes queremos además descubrir otros grupos o apuestas por el circuito de salas para que la música se fortalezca?
No sé muy bien qué es un festival sostenible; dudo que exista algo así. Pero la alternativa a estos festivales descomunales que buscan concentrar el negocio (la oferta y el consumo musical) en tres días solo puede ser un circuito de salas y eventos de escala más humana que, sumados, garanticen el acceso a la música los 362 días restantes. Solo una oferta variada y diseminada a lo largo del calendario y la geografía puede garantizar el acceso a la música de públicos de todas las edades, procedencias, condiciones sociales, gustos y lugares de residencia. Y eso no la están garantizando en absoluto esos grandes festivales dirigidos, en su mayoría, a un perfil de público muy reducido.
En mi libro, la asesora cultural Azucena Micó apunta que un país culturalmente robusto es aquel que consigue que la música llegue a cada casa del mismo modo que llega el agua potable. Actualmente, tenemos un país con grandes pantanos musicales (los festivales) rodeados de cientos de pueblos a los que no llega el agua.
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