El mayor exponente del llamado Sad Trap presentó su trabajo «Total Xanarchy» (Columbia Records, 2018) en la sala madrileña La Riviera. En apenas una hora de concierto el californiano embaucó a un público entregado a la filosofía de vida de toda una generación (Z)
En los años cincuenta del siglo veinte, los beatniks irrumpieron con furia en el panorama cultural gracias a una ruptura con todo lo establecido en el mundo artístico precedente. Mientras sus antecesores creían en una visión a largo plazo, éstos apostaron por vivir de forma descarada el momento y, bajo el manto de esta filosofía, arroparon todas las creaciones artísticas que surgieron bajo su influencia. Sesenta años después, a orillas del Río Manzanares, una nueva generación de beatniks del Siglo XXI arrampló con todo lo que se hallaba a su paso.
No hablo de disturbios ni de nada parecido, sino de la eclosión vivida por toda una generación (más allá de la millenial, la generación Z) en torno a una especie de profeta que, a lomos de un estilo que algunos analistas han definido como Sad Trap, cabalga con la misma dosis de energía colérica y amor a raudales (es increíble la cantidad de veces que se puede hacer el símbolo del corazón desde un escenario) en cada canción que se le pone por delante y, todo eso, en apenas una hora de concierto y, esto, precisamente se ajusta a la filosofía de la audiencia; no se trata de vivir el momento, sino de vivir en el momento, es más, de vivir en lo que dura una storie de Instagram.
Un acontecimiento pletórico de efusividad, altamente hormonado y exageradamente entregado, por obra y gracia de Lil Xan, artista nacido en 1996 (más o menos la fecha de nacimiento de gran parte del público asistente) que desplegó gran parte de su álbum Total Xanarchy y de los mixtapes que va publicando paulatinamente (otro referente más en la forma de consumir y escuchar música). Un acontecimiento generacional, que quedó retratado y compartido a cada instante y en cada movimiento por los teléfonos móviles de los allí congregados. Una epifanía musical y generacional de vanguardia, que rompe con furia con lo establecido y destila una conectividad altamente pasional entre público y artista.
Todo eso en apenas sesenta minutos, donde suenan de forma monocorde las canciones de mínima producción y alta repercusión (como ese hit que es Betrayed) que relatan con un lenguaje que es común a todos ellos. No hay tiempo para el aburrimiento, ni para juzgarlo con sistemas anquilosados, se trata de vivir ese momento, de estar ahí y gozar con la representación escénica de un sentimiento común, que, como muchos sentimientos, puede que sea volátil, pero es un sentimiento.
Juan Ruiz-Valdepeñas
Redacción