Asistimos al concierto de Mogwai, el pasado miércoles, 25 de octubre, en La Riviera de Madrid.
Fotografías: Javi García Nieto
Asistir a un concierto por el mero acontecimiento musical es un hecho que escasea por su ausencia: ir a un espectáculo para no pensar en nada más que en la música, sin desazón ni distracciones, y la parafernalia que esto conlleva, no se encuentra fácilmente en el circuito de salas de Madrid. Para que esto se cumpla, no es necesaria la prohibición de aplaudir entre canciones, o de permanecer estático: el único requisito es el silencio, pues sin éste la predisposición es imposible.
El concierto de Mogwai, por el contrario, tuvo casi todos los ingredientes necesarios para que La Riviera se convirtiese en el Auditorio Nacional, del modelo de espectáculos tales como la programación del CNDM o la proyección de Nosferatu (al más puro estilo de banda sonora). Aunque Mogwai no traigan un formato similar, es cierto que su cercanía al medio audiovisual (con “Atomic”) y, por supuesto, su carácter puramente instrumental, nos alejaron de la atmósfera de una sala que es, en primera instancia, discoteca. Por tanto, pese a no ir acompañados de ningún tipo de imagen, o de ningún tipo de plantilla atípica, el pasado miércoles, 25 de octubre, nos pareció asistir a alguno de estos espectáculos que nos provocan tanto respeto por su diferencia de formato. Sin embargo, para haber podido involucrarnos por completo en este tipo de atmósfera, nos faltó un elemento fundamental: una buena acústica. Quizás sea recomendable que, aquellos conciertos de rock que sobresalgan de la escena garaje y se acerquen más al minimalismo estético, partan de una serie de planteamientos en los que se dilucide que el elemento principal de su directo no es el ruido, el baile o el mero ocio.
Destacar el momento en el que interpretaron “Party in the dark” por su carácter vocal y, por ende, contrastante; pero, sobre todo, un magnífico final con “Satan”, en el que prácticamente podría resumirse el resto del concierto: delicadeza sonora, sonido ínfimo y, como era de esperar, un público que no abría la boca ni para toser para, más adelante, prorrumpir en un ruido que, por catártico, asusta.
Así, del mismo modo que sucede con los auditorios, Mogwai nos ofrecieron el maravilloso regalo de escuchar durante un pequeño periodo de tiempo: sin una lírica en la que pensar, ni un compás con el que moverse. Escuchar como si no hubiera ocurrido nada más, y en aquella hora y media el tiempo se hubiese detenido. Por ello, pese al cambio y los retos que los de Glasgow hayan podido crear en «Every Country’s Sun«, el concierto del pasado miércoles pudo ser concebido como una línea recta que se sucedió a través de dos horas: tiene continuidad en tanto que se representa espacialmente, pero no varía su secuencia y nos provoca cierta sensación de estatismo.
Mogwai me recuerdan a la banda sonora de un filme mudo, el puntillismo experimental de Boulez, una obertura de Puccini o el silencio de 4’33’’. Sé que no es usual una comparación entre el ámbito académico y el popular, y que, sin una explicación contextualizada, puedan parecer desacertadas. Por el contrario, mi defensa hacia los de Glasgow radica en esto mismo: anoche, Mogwai lograron romper las barreras de la forma más pacífica, tocando y destruyendo aquello que tanto separa estos dos mundos. Y, por eso, gracias.