Elsa von Freytag-Loringhoven tuvo una relación personal y artística muy intensa con Marcel Duchamp, de tal modo que, en ocasiones, la mujer posaba para él. El vínculo entre ellos era tan fuerte que podría decirse, incluso, que Elsa llegó a ser la musa del artista. Sin embargo, recientes investigaciones han descubierto que lo más probable es que La Fuente, la obra más famosa del francés, fuera en realidad de von Freytag-Loringhoven, atribuyéndosela el hombre tras la muerte de ésta.
Si una de las obras más influyentes de la Edad Contemporánea puede ser, en realidad, de la musa del susodicho artista, cabe plantearse la siguiente cuestión: ¿cuántas Elsa von Freytag-Loringhoven habrá ocultas a lo largo de la historia?
La causa directa que me ha hecho plantearme dicha cuestión es la proliferación masiva de artículos sobre girl-bands que se extienden por toda la red. Ya no solo las páginas especializadas en música nos hacemos eco de sus hazañas, sino que gran parte de la prensa tiene el anglicismo en la boca. Si bien antiguamente el término surgió para designar a aquellas bandas de tinte pop prefabricado (el equivalente a una boy-band masculina), a día de hoy lo utilizamos para cualquier banda compuesta exclusivamente por mujeres. Así, anteponiendo su sexo a su profesión, en los artículos a desgranar, las aludidas girl-bands parecen creadoras de un nuevo panorama musical, de una new wave del rock como si, por diferir con sus compañeros respecto al sexo, hicieran un estilo musical diferente, y por ello no pudieran ser denominadas “bandas” a secas.
A pesar de ello, el problema no reside en la denominación de las bandas, y por supuesto tampoco en su repercusión actual. El problema reside en el pensamiento generalizado de que actualmente, debido a la opresión, las mujeres están alcanzando metas anteriormente ya obtenidas por los hombres, pues concebimos la historia asociando a las mujeres con musas y a los hombres con creadores.
Ya desde época griega, Calíope, Euterpe o Melpómene, entre otras, ayudaban a los músicos griegos a componer sus canciones. Atenea creó el aulós, si bien lo arrojó lejos en cuanto le dio uso, al percatarse de que deformaba sus facciones. Con el cristianismo, las musas griegas fueron relevadas por Santa Cecilia, patrona de la música. Así, ya sea como camenas, como ninfas, como santas o como seres de carne y hueso, desde época clásica las mujeres fueron relegadas a la tarea de inspirar al creador.
En la Edad Moderna, el concepto dio un giro radical, y el creador ya no estaba sugestionado por un ser celestial, sino por una femme fatale. En el siglo XIX este concepto reapareció con una fuerza desmesurada debido, en parte, a la alarma que produjeron los primeros movimientos feministas. Así, en 1845 cobró vida la que ha podido ser una de las femme fatales más reconocidas de la historia: Carmen, de la ópera homónima de Bizet. Si bien Carmen ha simbolizado desde mujer fatal hasta mito erótico, en el momento en el cual nos detenemos en las consideraciones de las mezzosopranos que han interpretado a la protagonista nos topamos con un punto clave en el desarrollo de este artículo: Teresa Berganza, por ejemplo, admite que, en la mayor parte de las ocasiones, entendemos a Carmen desde el exterior del hombre, y no desde el interior de la mujer.
Y si Carmen, mujer fatal por excelencia, ha sido tergiversada de este modo, ¿cuántas mujeres más lo habrán sido? Deteniéndonos en tal punto, quizás ya no concibamos a Joan Baez como una musa de Bob Dylan, o a Yoko Ono como la mujer que causó la fatal ruptura de The Beatles. Así, resulta mucho más sencillo averiguar dónde han estado las creadoras hasta ahora: escondidas bajo otra terminología, entre otros factores.
Pongamos como ejemplo las canciones de índole folklórica durante el primer franquismo. El canto en el ámbito local también se encontraba sugestionado para perpetuar los roles de género, y es por ello por lo que, en fiestas y acontecimientos importantes, los que cantaban eran los hombres. También eran comunes las denominadas “rondas”, constituidas por grupos de jóvenes que cantaban serenatas a las mujeres, recluidas en los hogares. No es que las mujeres no creasen, es que la música como perpetuadora de los estereotipos de género recluyó sus cantos a un segundo plano. Sin embargo, durante el primer franquismo se fue tejiendo una red paralela a la de los cantos masculinos, la perteneciente a las mujeres, aquellas que establecieron el vínculo más estrecho entre canto y trabajo, autoras, de este modo, de un pilar importante en el folklore español.
Si entendemos los cantos masculinos y femeninos como dos géneros independientes, entonces podríamos hablar de girl music del mismo modo del que hablamos de black music: la música de raíces afroamericanas, como puede serlo el blues, que ha de llevar la etnia delante del término por hacer referencia a la música de una cultura discriminada que actualmente sufre de apropiaciones culturales con fines empresariales por parte de otras sociedades. Sin embargo, las girl-bands en su conjunto (y recalco el sintagma “en su conjunto”, pues no nos detenemos en colectivos de riot grrrls o de cumbia feminista, que serían objeto de un análisis diferente) no son conocidas por continuar con esta tradición de cantos que aludan a tal exclusión, y es que en el siglo XXI son escasas las diferencias estilísticas entre una banda compuesta por mujeres y una banda compuesta por hombres. Así, utilizar el género como definitorio de una agrupación musical es un reclamo comercial más que una reivindicación de lo minusvalorado.
Concluimos, por tanto, con que el término girl-band no es usado al modo de reivindicación causada por la apropiación cultural, pues pese a minoría discriminada, las girl-bands en su conjunto no se relacionan con las expresiones originarias de la comunidad femenina en su exclusividad, y como tal ninguna otra comunidad ha podido apropiarse de su música con fines industriales. Quizás, de este modo, utilizar el término girl-band como precursoras de una new wave es olvidarse de aquellas creadoras que fueron entendidas como musas, de aquellas femme fatales que reclamaron lo que era suyo, de aquellas monjas que también componían, de aquellas mujeres que cantaban en casa, y, en última instancia, es probable que sigamos concibiendo a las músicas desde el exterior del hombre, y no desde el interior de la mujer.